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jueves, 17 de mayo de 2012

LA IGLESIA, ANULACION DE LA SEXUALIDAD FEMENINA Y EXALTACION DE LA MATERNIDAD.

La historia de la Iglesia está profundamente vinculada al rechazo y degradación de la sexualidad humana, en general, y de la sexualidad femenina, en particular. Y ello ocurrió no sólo porque algunos de sus patriarcas originales fueron decididamente misóginos, sino porque el paso del cristianismo primitivo a la institucionaldidad eclesial requería del establecimiento de normas rígidas, que garantizasen y preservasen la supervivencia de la Iglesia, sus jerarquías y bienes. Obviamente, La Iglesia desarrolló nuevas y complejas tesis teológicas que justificasen la represión de la sexualidad femenina. A esta perspectiva contribuyó mucho el pensamiento de San Agustín, quien, como lo refiere Keneth L. Woodward, “antes de su conversión adquirió profundas experiencias de los placeres pasajeros de la carne (lo que le permitió) enseñar más tarde que la relación sexual era el medio por el cual el pecado original se transmite de generación en generación. Lo que hoy parece claro es que para los padres de la Iglesia se trataba menos de establecer la identificación de sexo y pecado que la identificación positiva de santidad y virginidad. Su cristianismo estaba imbuido de neoplatonismo, que veía en el cuerpo un apéndice díscolo, al que había que someter a fin de liberar la vida superior del intelecto y del espíritu. Agustín, que sabía de qué estaba hablando, señaló la incapacidad de los varones para provocar deliberadamente una erección en el momento deseado y la incapacidad de reprimirla en un momento inoportuno como prueba cómica de que el cuerpo del hombre no es digno de confianza como siervo de la Voluntad. ( Keneth L. Woodward: “La Fabricación de los santos”.) Era evidente, para los patriarcas de la Iglesia, que quienes disparaban aquellos útiles mecanismos del sexo y quienes exacerbaban los deseos masculinos eran las mujeres. N otras palabras, las mujeres eran las responsables de los “pecados de la carne” y, por tanto, era a ellas a quienes había que reprimir, era la sexualidad femenina la que había que anular. Paradójicamente, será a partir de esta anulación simbólica de la sexualidad de las mujeres, que tiene su mayor ejemplo mítico en la Virgen Maria, que la ideología colonial les permite a éstas reclamar para sí el respeto que se merecen como seres humanos. Esta imagen femenina está, además, relacionada profundamente con el dolor, Con el sufrimiento que según la Biblia – ya desde los orígenes, le fue impuesto a la mujer que tenía acceso carnal con el varón, como consecuencia directa de la maldición divina lanzada cuando Adán y Eva eran arrojados del paraíso: “Parirás tus hijos con dolor”. La maternidad pasa a suplantar, entonces ese vacío de identidad de la mujer. Ser madre se convierte en ser mujer, y se confunde su rol con la tarea específica de procrear hijos, se le adjudican a la mujer los apelativos o características que según el cristianismo debe poseer la madre: abnegación total, sacrificio permanentemente, dependencia de su esposo, servicio a todos, invisibilidad, anulación de su sexualidad como mujer y castración ideológica respecto de su propio placer. “En la sociedad mestiza… la madre es la columna central sobre la cual, reposa la dominación masculina. Su misión primordial consiste en velar por la continuidad de los valores de la tradición. Ella es la imagen viva del sacrificio y del dolor que el hombre macho venera… El poder de la madre, como reproductora del orden opresivo en donde la sumisión de la mujer es fundamental, se deja sentir en su relación con la nuera, que debe someterse a la tradición y someterse al hombre. La madre se convierte así en la garantía de que sus hijas e hijos aprenderán la lección de la desigualdad sexual: Libertad de movimiento para el hombre, represión y encierro para la mujer. Agresividad del varón y pasividad de la mujer. Dominación masculina versus dependencia femenina. Las relaciones entre la mujer y la Iglesia han sido tradicionalmente estrechas, pues la mujer fue, desde épocas antiguas , maleable y dúctil a las enseñanzas religiosas y a los ritos y ceremonias de la iglesia. Pero en el fondo de estas relaciones siempre ha habido una perenne utilización de la espiritualidad de la mujer, para imponerle creencias y dogmas; un permanente abuso de sus condiciones de sometimiento a reducirla a la ignoracia, a la obediencia ciega, para cargarla de obligaciones y complejos de culpa y un persistente sentido de manipulación de su ser maternal, de su calidadad de procreadora, para privarla de su propia identidad. Las concepciones de las religiones, las manifestaciones de los dioses, no son más que los pensamientos y las convicciones de los hombres. De este modo, ellos plasmaron en las diferentes doctrinas religiosas las formas de ver y sentir a la mujer y sus más poderosos anhelos de reducirla a la dependencia. Todo el deseo de gozos sexuales que el hombre sentía por la mujer, lo convirtió en el patrimonio exclusivo de ella, en una especie de mecanismo de ocultación. Así, el código hindú de Manú se dice que: “ Dios hizo a la mujer naturalmente perversa, enamorada de su lecho, prendada de su silla, de sus adornos y desordenada en sus pasiones. En las sociedades primitivas, la tribu estaba unida en torno a la sangre. Los problemas éticos y e sexuales estaban referidos a la endogamia o a la exogamia del grupo, es decir a la posibilidad de elegir mujer dentro o fuera del grupo y ésta, a su vez, estaba intrínsecamente relacionada con la consanguinidad y mas estrictamente con la importancia de la sangre para la comunidad primitiva. “La sangre es el verdadero patrimonio común de la tribu. Cualquier circunstancia que la haga fluir del cuerpo se considera maléfica y es sospechoso el individuo por cuya “causa” se produce: hemorragias, heridas, reglas, partos. La sangre de la mujer es la más maléfica de todas; las mujeres menstruantes son objeto de un tabú general, tanto en la Sangrada Escritura – bajo otro punto de vista- como en las sociedades primitivas donde se les veda todo tipo de actividades: acercarse a los guerreros, a los cazadores, tocar las armas o los instrumentos de pescar”. El derramamiento de sangre siempre ha sido una señal de peligro, una imagen que llena de miedo. La sangre menstrual de las mujeres causó siempre verdadero terror a los hombres. De ahí que en la mayoría de las sociedades antiguas existieron múltiples prejuicios relacionados con la menstruación. En Roma, por ejemplo, se las acusaba de ser la causa de que el vino saliera de mala calidad, o que se echara a perder la cosecha de trigo o de frutas, o también de matar a las abejas y de hacer abortar a los animales domésticos. Y aún hoy, superviven en algunas culturas los mismos prejuicios, que se reflejan en determinadas prohibiciones, como la de que la mujer menstruante no puede hacer tortas o pasteles, porque no crecería la levadura, o que no debe sembrar plantas porque no retoñarán, o que no debe Cortar el cabello porque se echará a perder o que no debe tener relaciones sexuales durante su período porque puede producir enfermedades a su pareja. Partiendo de este primitivo tabú, la mayoría de las religiones occidentales consideraron a la mujer como un ser inferior, peligroso o impuro. La menstruación era asociada a un proceso de enfermedad, y fue considerada como algo sucio por la tradición judía. Según las leyes de Yahvéh, establecidas en sus orígenes hebreos, toda mujer es impura durante los días de la menstruación en los días posteriores al parto. Debido a estas consideraciones, en la sociedad judaica se aislaba a la mujer durante aquellos días. Ella debía dormir en un lecho aparte y nadie podía tocarla o tocar sus ropas o yacer con ella, so pena de contagiarse de su impureza. Después de siete días contados a partir del término de la regla, la mujer debía hacer dos sacrificios ante el sacerdote para expiar su pecado” (Exodo 15, 19-31) . De igual modo, se consideraba impura a la mujer luego del parto, señalándose que: “Si da a luz un varón la impureza durará una semana y deberá permanecer en case durante treinta y tres días para purificarse y “no tocará” nada santo ni entrará en el santuario hasta que se cumplan los días de su purificación”. Si diere a luz a una hija, por el contrario, “será impura durante dos semanas y permanecerá en casa sesenta y seis días más para purificarse de la sangre” (Exodo: 12, 1-8) . Pasado este tiempo, ella deberá presentar su hijo al sacerdote y ofrecer un holocausto para expiación de su “pecado”. De este modo, la concepción y el parto no eran vistas como parte de un proceso maravilloso y extraordinario, por el cual una mujer daba a luz una nueva vida, sino que era apreciado como un hecho pecaminoso, que volvía impura a la mujer, derivándose de ello la concepción de que los seres humanos venimos al mundo de una manera indigna. Posteriormente, en el período medieval, la iglesia católica asumirá esos prejuicios judaicos, a los que serán exacerbados por el ambiente ascético y misógino de la vida religiosa, caracterizado por una profunda repugnancia hacia el cuerpo humano, hacia el amor entre hombres y mujeres y hacia la sexualidad. “Inocencio III en “De contemptu mundi”, describe con pluma iracunda el origen maligno, despreciable y satánico del hombre: “Formado de asquerosísimo semen concebido con desazón de la carne, nutrido con sangre menstrual, que se dice es tan detestable e inmunda que en su contacto no germinan los frutos de la tierra y sécanse los arbustos, y si los perros comen de ella, cogen rabia. La religión judeo - cristiana, los prejuicios feudales y la conciencia misógina de los grandes “teólogos” de la Iglesia, crearon y difundieron un conjunto de creencias y disposiciones que sentaron las bases de la inferioridad social de la mujer. Según el modo de pensar eclesiástico, las mujeres eran moralmente dañadas y mentalmente inferiores al hombre, resultaban particularmente inclinadas al mal y eran débiles frente A las tentaciones del maligno, lo que las volvía naturales agentes del demonio. Siguiendo tal lógica, estas características volvían necesario ubicarlas bajo la tutela masculina, fuese del padre, el hermano, el esposo o el sacerdote. San Pablo, en su carta a los Efesios, señalaba: “Las mujeres sométanse a los propios maridos como el Señor. Porque el marido es cabeza de la mujer, como también Cristo es la cabeza de la Iglesia… como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres a su marido en Todo (Efesios: 5, 22 – 31) . Fue el mismo Pablo quien consagró en el ritual católico la usanza de la cabeza descubierta para los hombres, en el templo, y la cabeza cubierta para las mujeres, como símbolo de su impureza original. Estos prejuicios sobre la mujer, vertidos ya en el Antiguo Testamento, marcaron para siempre el ominoso destino del sexo femenino, cubriéndolas de culpa por un supuesto “pecado original”, a partir del cual se justificaban los dolores del parto como un castigo divino y la sujeción de la mujer al hombre como un imperativo social. Dichas concepciones, impuestas por la religión, llenaron a las mujeres de vergüenza hacia su propio cuerpo y sus funciones biológicas, al ser consideradas impuras y sucias por razones del flujo menstrual y del parto, y hasta por poseer una apariencia corporal que despertaba el erotismo de los hombres. Estos elementos configuraron un “complejo de culpa” inmanente en las mujeres, que se va estructurando y echando raíces desde que son pequeñas. Una dilatada literatura misógina cristiana se encargó de implantar esa culpabilidad de la mujer, cargándola para siempre con el pesado fardo de aquel “pecado original”, relatado en la fábula judeo - cristiana sobre la creación del hombre. San Agustín consagró a las mujeres como las responsables de la pérdida del paraíso. Tertuliano, dijo; “Mujer debieras ir vestida de luto y andrajos, presentándote como una penitente anegada en lágrimas, redimiendo así la falta de haber perdido al género humano. Tú eres la puerta del infierno, tú fuiste la que rompió los sellos del árbol vedado, tú la primera que violaste la ley divina, tú la que corrompiste a aquel a quien el diablo no se atrevía a atacar de frente; tú fuiste la causa de que Jesucristo muriera. (La Liberación, op. Cit.pag. 44). Santo Tomás de Aquino sentenció que “la mujer es una mala hierba que crece rápidamente. Es una persona incompleta cuyo cuerpo alcanza su desarrollo completo más rápidamente sólo porque es de menos valor y porque la naturaleza se ocupa menos de él”. Toda esta misoginia de la Iglesia y sus prelados llevaron a que, recién en el siglo IV, el Concilio de Macón aprobase por un estrecho margen de votos la declaratoria de que las mujeres sí tenían alma. Ese conjunto de prejuicios impuestos por la Iglesia terminó instalado en el subconsciente colectivo de hombres y mujeres, quienes los fueron repitiendo de generación en generación, hasta convertirlos en parte de una sólida cultura patriarcal, sexista y discriminatoria Jenny Londoño López Historiadora Ecuatoriana. Posteado x Cometa Azul

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