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miércoles, 1 de septiembre de 2010

"Conde Dracula" - La Verdadera Historia - Sera ?

La Verdadera Historia del que se conoce como el “Conde Dracula”

En el verano de 1996, un grupo de turistas que visitaba Rumanía, contempló un extraño suceso: en mitad de la soleada tarde estival, comenzó a nevar repentinamente, pero únicamente sobre 25 metros cuadrados de terreno, justo en el lugar donde se dice que, hace cinco siglos, los turcos degollaron a Vlad Tepes, más conocido como Drácula.

De haber tenido noticia de tal estremecedor dato, la estadounidense Elizabeth Kostova no habría dudado incluirlo en La historiadora, una novela trepidante protagonizada por estudiosos que buscan la verdadera tumba de Drácula.

La trama de La historiadora gira en torno a inquietantes preguntas: ¿Y si el personaje histórico de Vlad Tepes se hubiera convertido realmente en un vampiro? ¿Y si aún estuviera vivo cinco siglos después de su muerte? Acechados, y a la vez atraídos, por una fuerza maligna que persigue a quien se acerca a la verdad, los personajes de Kostova realizan un periplo hipnótico y macabro. Una aventura, no exenta de sangre, ajos y colmillos, en la que todos, sin excepción, son vulnerables. Esta singular odisea les conduce a una investigación a través de antiguas canciones populares, libros y manuscritos, así como alrededor de la geografía balcánica, magistralmente descrita por la autora. Recursos literarios sin duda deudores de novelas como Drácula de Bram Stoker o de El año de Drácula, de Kim Newman, pero que no por ello restan mérito ni originalidad a La historiadora.

La intriga, que se desarrolla entre 1930 y 1972, comienza con la aparición casual de enigmáticos libros en las bibliotecas particulares de historiadores jóvenes y brillantes. Los volúmenes están en blanco, exceptuando el grabado de un dragón en sus páginas centrales. Y desde el momento en que los eruditos los encuentran, sienten la sombra de un poder maléfico extenderse sobre ellos, a la vez que una atracción fatal por desentrañar el misterio que ocultan. Una obsesión que pasará de generación en generación con un único objetivo: hallar el paradero actual de la tumba de Drácula.

Lo más excitante de esta ficción es que Kostova plantea incógnitas que cualquier historiador real de Vlad Tepes intentaría dilucidar. ¿Qué ocurrió con la cabeza de este aristócrata tras ser degollado por los turcos? ¿Por qué no se halló nada en su tumba oficial al ser exhumada? ¿Dónde fue enterrado el resto de su cuerpo? ¿Pudo tener acceso a documentación esotérica que le permitiera sobrevivir a la muerte? ¿Y cómo podría haberlo hecho tras ser decapitado? Las respuestas que Kostova encuentra a estos interrogantes, por más imaginativas que sean, consiguen seducir a los lectores ávidos de la información desconocida sobre este personaje siniestro.

¿Quién fue Vlad Tepes?

Vlad Tepes III (1428/1476), príncipe valaco de ojos verdes hipnóticos, cabello oscuro ondulado y estatura imponente, fue conocido en vida por dos apodos. Se le llamó El Empalador, por su manía de atravesar con un palo –desde el coxis hasta la nuca–, a sus enemigos y a miles de víctimas que él consideró culpables de algún delito, incluidos mujeres, niños, nobles o plebeyos. Y también se le llamó Drácula, en rumano «hijo de Dracul». El origen etimológico de este término obedecería, según unos, a la palabra draco –dragón–, emblema de su blasón familiar, ya que su padre Vlad II pertenecía a la Orden del Dragón, fundada en el siglo XV para luchar contra el invasor turco. Pero dado que drac en rumano significa «diablo», también podría ser «hijo del demonio», ya que su padre se ganó el sobrenombre de «diablo» por sus sibilinas maniobras políticas.

Digno hijo de su padre, el currículum de Drácula está plagado de estrategias arteras para hacerse con el poder. Y bien con el apoyo de sus enemigos los turcos, bien con el de los húngaros, consiguió reinar tres veces en Valaquia, un pequeño estado situado al sur de Rumanía e independiente hasta la invasión de los turcos. Fueron estos quienes consiguieron abatirle al fin en una emboscada a finales del mes de diciembre de 1476.

Pero, a pesar de las muchas atrocidades que cometió, durante su vida jamás se le asoció al mito del vampiro. Ese dudoso honor se lo debe al escritor irlandés Bram Stoker, quien le convirtió en protagonista de su novela Drácula. Y es aquí donde empieza la leyenda. ¿Por qué le eligió Stoker para ser el vampiro por excelencia? ¿Fue sólo un capricho del literato? ¿O hubo algún dato fundamental que el escritor nos ocultó?

Así nació Drácula, el vampiro

Varios factores pudieron unirse para hacer a Stoker tomar tal decisión. Uno de ellos, la existencia de Elizabeth Bathóry, una pariente lejana de Vlad que vivió en el siglo XVII y recibió el apodo de «la condesa sangrienta». Bathóry se ganó semejante apelativo porque, según cuentan, acostumbraba a degollar muchachas vírgenes para bañarse en su sangre, en la creencia de que así prolongaría su vida y juventud eternamente.

Pero el elemento más obvio es que la novela de Stoker está ambientada en los Cárpatos de Transilvania, territorio en el que durante la Edad Media se propagó la leyenda sobre seres capaces de sobrevivir a la muerte a base de succionar la sangre de los vivos durante la noche. Y esa zona, el único personaje histórico con un perfil psicopático, brutal y maligno, que le convertía en un candidato natural al vampirismo era Vlad Tepes.

Claro que Stoker también pudo inspirarse para tal asociación en El vampiro (1816), de Polidori, médico personal de Lord Byron, cuyo personaje Lord Rutheven, ya perfilaba el carácter y las facultades de vampiros literarios posteriores como Camilla (1872) de Sheridan Le Fanu. Todas estas obras se inspiraban a su vez en una antigua creencia del folclore griego –citada por Esquilo o Eurípides–, según la cual los espíritus de personas muertas de forma violenta o a edad muy temprana regresaban a este mundo para causar daño a los vivos. Estos seres recibieron el nombre en los medios rurales de vrykolakas, y los campesinos griegos exhumaban los cadáveres de los sospechosos y los quemaban para evitar sus apariciones fantasmales. Por lo tanto no es casual que siglos más tarde tanto Polidori, como Goethe, La novia de Corinto (1797), o Keats, Lamia (1819), situaran la acción de sus vampiros en Grecia.

Alrededor del siglo XII estos viejos fantasmas empezaron a tomar la forma concreta de seres que resucitaban para extraer sangre de los vivos. En esa época se les llamaba con el término latino sanguisua, y la creencia en ellos se disparó con las epidemias de enfermedades desconocidas que asolaron Europa del Este entre los siglos XVI y XVIII. Los afectados palidecían, sufrían fiebres altísimas, languidecían entre espasmos incontrolables y morían sin remisión. No había señales de mordisco alguno. Pero la histeria colectiva atribuyó los innumerables decesos a la acción de los vampiros, un vocablo serbio que proviene del ruso upyr y que significa «absorber». La superstición popular completó al máximo la lista de remedios contra estos seres malignos: ristras de ajos alrededor del cuello, espadas en forma de cruz clavadas en las tumbas, estacas en el corazón y cabezas decapitadas. Quizá este último hecho también inspirara a Stoker, pues la cabeza de Vlad Tepes fue separada de su cuerpo por los turcos. Aunque en este caso no porque fuera un vampiro, sino simplemente para enviarla como trofeo al sultán Mehemed II de Estambul, para que fuera expuesta como escarmiento y advertencia según la costumbre de la época.


¿Dónde están los restos?
¿Y el resto de su cuerpo? Según la versión oficial, fue enterrado sin cabeza en el monasterio de Snagov, situado en medio de un lago cercano a Bucarest, y a cuya fundación Vlad contribuyó generosamente en vida, por lo que su abad le escondió varias veces de los turcos. Durante el último siglo, los monjes aún mostraban a los visitantes la supuesta lápida funeraria de Drácula, cuya inscripción había sido borrada casi totalmente por orden del máximo jerarca de la Iglesia Cristiana ortodoxa, el patriarca Filaret, que consideró a Vlad un criminal. Dicha lápida estaba encastrada en el altar de la iglesia, y aún hoy se halla ante las puertas del iconostasio. Los monjes de Snagov aseguran que fue colocada allí para que fuera pisoteada por los asistentes a los oficios. De ese modo creían que el alma pecadora del difunto purgaría sus terribles culpas.

Lo cierto, y este es otro dato que pudo jugar un papel decisivo en la transformación literaria de Vlad Tepes en vampiro, es que según afirma el historiador Nicolae Serbanescu en su libro Historia del Monasterio Snagov, poco antes de que Stoker publicara su novela sobre el conde-vampiro, la tumba de Vlad fue profanada en 1875 y sus huesos fueron enterrados en otro lugar que todavía no ha sido descubierto. Quizá por este motivo, cuando los historiadores Nicolae Iorga y Dinu Rosetti, que realizaron excavaciones en la tumba de Vlad en 1933, encontraron sólo huesos de caballo y un anillo con las armas de Valaquia, que se supone pertenecieron al príncipe. Otras versiones aseguran que en 1933 se halló un cuerpo ricamente ataviado y sin cabeza. Pero si esto fuera cierto ¿dónde están ahora esos restos? Unas versiones dicen que siguen bajo el altar, pero a mayor profundidad que la excavada. Y otras, como la de Serbanescu, optan por creer que fueron trasladados a un lugar secreto. Y es esta última hipótesis la que Kostova aprovecha en su libro para plantearnos una solución original donde las haya.

Basándose en antiguas canciones del folclore ruso, rumano y búlgaro, Kostova nos cuenta que los monjes del monasterio de Snagov veneraron las reliquias de Vlad Tepes como si de un santo se tratara. Primero tomaron su cuerpo degollado y lo enterraron junto al altar de la capilla. Y luego se desplazaron hasta Estambul con la misión de recuperar su cabeza. Esta tarea podría haber obedecido, según Kostova, a un compromiso que el abad del monasterio contrajo con Drácula mientras éste vivió, en pago a los generosos fondos que el príncipe había donado al monasterio. La promesa del abad podría haber incluido, siempre según la ficción de Kostova, dar sepultura al cuerpo entero reuniendo sus restos en caso de haber sido dispersados en la batalla –tal y como ocurrió–, y velarle después según el dictado de un antiguo ritual dispuesto por el aristócrata, el cual le habría permitido, por arte de secretas magias, volver a la vida. ¿Consiguieron los monjes su objetivo? ¿Y en ese caso dónde habría sido enterrado el cuerpo posteriormente? Para averiguarlo el lector de La historiadora tendrá que sufrir más de un escalofrío.

Conde Dracula -La Patria de “Lad Tepes” Transilvania Tierra de Misterios

La ciudad natal de Drácula fue originariamente romana.

Pasear por sus calles era descubrir el encanto de su ciudadela amurallada con puertas milenarias y pasajes secretos. Y al lado de lo que se conocía como la Torre del Reloj, del siglo XIV, pude toparme con la casa natal de Vlad, “el empalador”, un príncipe considerado un verdadero héroe por todos los rumanos, y el supuesto origen del mito de Drácula…

Lad Tepes, que ese era su auténtico nombre, sigue siendo un misterio. Nació en la ciudad rumana de Sighisoara en 1431 y se hizo famoso por su extremo sadismo y por sus instintos sanguinarios. Pero el misterioso príncipe tenía también otro nombre: Drácula, término que tiene dos significados: “El hijo de Dracul”, así se llamaba su padre, soberano de Valaquia que fue armado caballero en la Orden del Dragón. Allí se gano el sobrenombre de Dracul.

O la acepción más siniestra: “Demonio”. Y a juzgar por sus acciones Vlad Tepes, durante su vida llegó a convertirse en algo similar a un diablo. Este personaje, adorado por todos los habitantes de la vieja Dacia, tenía unas curiosas costumbres. Su pasatiempo favorito era empalar a los prisioneros en postes altos y afilados. Esto era para él un “arte exquisito”, significando la muerte extremadamente lenta y despiadada para sus enemigos.

Disfrutaba en particular haciéndose servir la comida en una mesa bajo el bosque de postes donde agonizaban sus víctimas, e invitando a otros a que le hicieran compañía. Cuentan que en una ocasión uno de sus invitados, ante el hedor que desprendían los cadáveres atravesados por los largos maderos, protestó alegando que no podía comer entre aquella peste. Vlad, al escucharle, ordenó inmediatamente que fuera clavado en el palo más alto para permitirle disfrutar del aire puro por encima de todos los empalados.

Esa fue una de sus “hazañas”, pero no la única. Aseguran los cronistas que en un solo día hizo empalar a 30.000 turcos, sus más encarnizados enemigos, ganándose el cariño de sus paisanos, que no dudaron a la hora de etiquetarle como el mayor defensor de la patria.

No era de extrañar que todos sus coetáneos sintieran un pavor inmenso ante él. Como ejemplo, aún en nuestros días, en la ciudad de Tirgoviste se alza la misteriosa Torre del Ocaso. Desde ella, según se relata, Vlad Tepes vigilaba una jarra de oro que había dejado en una fuente del pueblo para que los viajeros pudiesen beber agua. ¡Nunca a nadie se le ocurrió robar la valiosa jarra!

Sin embargo, aunque sin duda sediento de sangre –le gustaba mojar pan en la sangre de sus víctimas empaladas–, Vlad Drácula no fue un vampiro. Aunque su misterio prevalece aún en nuestros días, ¡nadie sabe dónde se encuentra su tumba!, y son muchos los que dicen que su espíritu aún vaga entre las montañas de Transilvania esperando el tiempo para renacer.

La historia de Vlad es, para muchos, la inspiración del mito del famoso conde Drácula, el vampiro de Stoker, aunque existen otros posibles orígenes de la leyenda. Un pintoresco profesor húngaro, llamado Arminius Vambery, famoso estudioso de las tradiciones centroeuropeas, contó a Bram Stoker, el autor de la novela, la historia de una descendiente lejana de Vlad Drácula cuya conducta fue decididamente vampírica.

La condesa Elisabeth Bathory –ver ENIGMAS, núm. 103–, que vivió en el siglo XV, sentía la necesidad de secuestrar muchachas de los pueblos para “desangrarlas, utilizando con este fin diversos métodos tan lentos como dolorosos. El objeto que perseguía la citada asesina con tan desagradable ejercicio era bañarse en esta sangre, a fin de conservar su belleza. Personajes como ella, o su antecesor el príncipe Vlad, llenaban de misterio el país que en esos instantes estaba visitando.

Las misteriosas montañas de Transilvania
Había conseguido una guía y un coche y me decidí a conocer ese lugar fantástico que llenó durante décadas mi mente de historias fantásticas.

Así llegue a Transilvania, y a su capital, Brasov, la segunda ciudad en importancia del país, después de Bucarest. Con sus 300.000 habitantes, lo más destacado de esta pujante urbe medieval se concentra en el casco antiguo y en la plaza del mercado, perfectamente conservados desde el siglo XVIII. Estar allí, entre aquellos edificios, era revivir una parte de la antigua historia del viejo continente.
Pude visitar la famosa Iglesia Negra, uno de los pocos templos católicos del país, que recibió este nombre tras un incendio devastador que dejó sus paredes tiznadas en el siglo XV. Y en el centro de la plaza pude contemplar la Torre del Ayuntamiento, un notable edificio de arquitectura sajona. A las afueras de la población, me maravillé ante los tupidos bosques que vestían todas las montañas. En ellas, poniendo un poco de atención, aún podías escuchar el aullido de los lobos que caminaban entre la nieve que comenzaba a derretirse con la llegada de los primeros rayos de Sol de la incipiente primavera. Era el escenario perfecto para situar la leyenda; no en vano, a poca distancia de allí, se encontraba el famoso –pero no auténtico– castillo del conde Drácula: la fortaleza de Bram.

A 20 kilómetros de distancia de la ciudad, este bastión ha pasado a la historia por la leyenda de Drácula, aunque no hay constancia de que el conde durmiera allí ni una sola noche. En realidad fue una fortaleza fronteriza para frenar el avance de los otomanos y también un puesto de aduanas entre Valaquia y Transilvania.

El castillo está construido sobre un risco que domina el valle, en un lugar lleno de magia y misterio, y aunque Drácula nunca hubiera estado allí, era el enclave perfecto para sentir cómo las noches se cargaban de criaturas terribles.


El reino de los vampiros

No me fue difícil encontrar estudiosos o gentes del lugar que enseguida me narraron extrañas historias que demostraban la existencia de auténticos vampiros en el lugar.

“El miedo a los ‘no muertos’ ha acompañado siempre a todos los pobladores de Transilvania. Y aunque muchos creen que son sólo leyendas, hay datos que prueban su realidad. Por ejemplo, cerca de aquí, no hace mucho tiempo se procedió a demoler un antiguo cementerio del siglo XVIII para construir un aparcamiento.

Un tercio de los cadáveres que desplazó la excavadora mostraban signos de haber luchado dentro de sus féretros; en el momento de ser enterrados, ¡aún seguían vivos! Entre las pruebas que existen de ello figuraban dedos rotos al intentar forzar la tumba, manos que salían del ataúd, sangre en las mortajas de cuando el ‘cadáver’ había mordido su propia carne a causa del ahogo o la locura… Y era precisamente la presencia de la sangre en un muerto exhumado lo que se consideraba, con frecuencia, una prueba de que esa persona era un vampiro”.

Sin darme cuenta me hallaba inmerso en mitad de la leyenda, en el corazón del reino de los vampiros.
Era la mítica Transilvania, y la verdad es que paseando entre sus bosques no era difícil imaginar cómo se gestó todo aquel mito.
Aunque para muchos era algo más.
Según los datos, hay noticias de que en la Europa oriental, en el siglo XVIII, el vampirismo había alcanzado unas proporciones casi epidémicas.
La documentación al respecto es tan detallada, y entre los testigos figuran personas tan dignas de crédito, que parece imposible que todos estuvieran equivocados.

Según los informes de los que se dispone, Austria, Hungría, Yugoslavia y Rumania –que estaba entonces dividida en los Estados separados de Valaquia, Moldavia, Bucovina y Transilvania– se vieron particularmente infestadas por el vampirismo en los siglos XVI, XVII y XVIII.

Éste constituyó un problema que implicó a centenares de testigos oculares, pertenecientes a todas las capas de la sociedad. “La mayoría de los casos descritos en estas regiones y en dicha época presentaban rasgos comunes.

Un relato clásico es el que cita a una delegación que salió de Belgrado en 1732 para investigar el caso del supuesto vampiro que, al parecer, atacaba sistemáticamente a los miembros de una familia en una aldea remota.

Cuando los funcionarios investigadores llegaron allí se les dijo que un aldeano, que había fallecido tres años antes, había regresado como vampiro para aterrorizar a su propia familia.

Había matado ya a tres sobrinas y a un sobrino desangrándolos por completo, y hubiera dado muerte a su quinta víctima de no haber sido interrumpido en su tarea, siendo obligado a huir entre las tinieblas de la noche. Los delegados oficiales y los supervivientes del aterrorizado clan se reunieron alrededor del ‘vampiro’ al caer la oscuridad.

Cuando abrieron el ataúd, encontraron lo que, según todas las apariencias exteriores, era un hombre dormido. Debiera haberse descompuesto mucho tiempo antes, pero lo cierto es que parecía tan rebosante de salud como cualquiera de los que contemplaban su tumba.

Tenía los cabellos y las uñas largas, los ojos entreabiertos, y su corazón todavía latía.

De acuerdo con la norma tradicional, el corazón del ‘no muerto’ fue atravesado con una barra de hierro aguzada en un extremo. Al hacerlo brotó una mezcla horrible de líquido blanco y de lo que parecía ser sangre fresca. Pero era preciso terminar el trabajo y, por tanto, cortaron su cabeza con un hacha y sepultaron aquellos restos macabros en una fosa llena de cal viva”.

Parecía difícil creer todas aquellas historias, pero éste era un lugar perfecto para sentarse al calor del fuego, en una de esas casas de montaña y dejarse arrullar por las narraciones de terror. Lo innegable es que estas gentes seguían creyendo en todo ello. La prueba era que en las puertas de sus casas había gran cantidad de cabezas de ajo y otros amuletos que servían para preservarse de la visita inesperada del monstruo.

Lo pude ver también en las encrucijadas de caminos y en los márgenes de las carreteras. Todos ellos estaban cubiertos de cruces talladas en piedra o madera. Según las tradiciones transilvanas los espíritus de los muertos pueden reunirse con los vivos en esos mismos cruces de caminos. Por si acaso no paré mucho tiempo… y continué con mi viaje.

El pueblo de los maramures
Rumania era y es, algo más que el país de Drácula. En él existen aún pueblos desconocidos, enraizados en la historia, que conservan sus tradiciones vivas. Uno de ellos era el de los maramures.

Hacia el corazón mas oculto de Rumania encaminaría mis pasos para encontrarles. Este lugar se ubica en lo más recóndito de los Cárpatos. Su lejanía y poca accesibilidad lo ha convertido en un universo aparte, preservando lo mejor de una dimensión medieval ya perdida en el resto de Europa. No en vano, a este rincón de Rumanía también se le llama, con evidente orgullo, el “País de los dacios libres”.

La razón se remonta a la antigüedad. Dacia era un territorio que se extendía desde los Cárpatos Orientales hasta las orillas del Danubio. Los dacios plantaron cara a la conquista romana, pero el hispano Trajano, al frente de 12 legiones, –casi 120.000 hombres– terminó con toda resistencia en el año 106 d. de C.

Debido a lo abrupto de la orografía de los Cárpatos, las ordas imperiales no lograron conquistar ni el norte de Moldavia ni los remotos valles maramures. Esa era la patria de las gentes que ahora visitaba: “Los hombres libres”.

El lugar era sobrecogedor. En sus alturas crecen unas de las mayores y más ricas extensiones de bosques de toda Europa. Y esa geografía había marcado la forma de ser de sus habitantes. Eran gentes rudas, sencillas, acostumbradas a los rigores de la montaña, que habían sabido adaptarse y amar las rocas y las arboledas.

Entre las costumbres más llamativas que tenían se encontraba la talla de la madera, algo que practican de una manera virtuosa. Son hábiles tanto en la construcción de edificios como en la fabricación de utensilios. No obstante donde su trabajo alcanza la categoría de “arte” es en sus famosas iglesias –en rumano llamadas biscerici de lemn– que se levantan en cada pueblo y aldea.

Toda la zona está sembrada de ellas, a cual más espectacular. Se trata de originales edificios con altas torres puntiagudas que desafían a los cielos. Otra característica del país de los maramures la encontramos en su manera de vestir, ya que todavía lo hacen de modo tradicional. Especialmente los domingos, días en los que es fácil ver a sus mujeres, sin distinción de edad, con pañuelos y blusas bordadas, a los hombres con vistosos chalecos de lana, con borlas de vivos colores así como camisas blancas, delantales de rayas y sus mejores sombreros.

Oír su música y sus cantos ayudaba a comprender la esencia de este pueblo mágico; los “hijos de los dacios libres”, una gente a mitad de camino entre el pasado y el futuro. Era, sin duda, un lugar especial. Aquella atmósfera, los bosques gigantes y vírgenes te hacían entrar en un ambiente único; aunque aquí todavía seguía vivo el espíritu de Drácula, lo que sentían los maramures hacia la muerte era bastante mas original.

Para comprobarlo mi acompañante me llevó a un lugar sorprendente. Para éstos el final no es algo triste y lúgubre; al contrario, la muerte sirve para reír. Lo pude sentir en uno de sus cementerios.

El espectáculo era desconcertante.

Cientos de tumbas pintadas, llenas de luz y de color, y si te fijabas un poco más, podías encontrarte epitafios llenos de humor. Frases llenas de ingenio que se burlaban de la muerte, restando importancia al nuevo camino que el muerto debía de seguir hacia la otra vida.

Un lugar digno de ser visitado; un enclave único para desprendernos del miedo atroz a la pálida dama; en definitiva, al mas allá. Quizás los dacios se reían de esa manera de la muerte, porque estaban seguros de que existe otra vida, que se halla lejos y a la vez cerca de ésta nuestra…