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lunes, 21 de mayo de 2012

LA HISTORIA CRIMINAL DE LA IGLESIA

La Iglesia católica y el progreso de la humanidad

La historia de la humanidad se ha ido forjando a través de la lucha entre dos fuerzas opuestas: una, ha pretendido siempre el progreso material, humano y espiritual; la otra, a la que en general se conoce como el oscurantismo, representado principalmente por la Iglesia católica, ha tratado por todos los medios de mantener a la humanidad esclava de supersticiones y temores, anclada en dogmas y creencias absurdas, que ella fue forjando a través de los tiempos con miras a justificar su poder y su opresión.

El miedo y la ignorancia fueron los principales instrumentos que la Iglesia utilizó para lograr el poder espiritual y temporal. Esto la llevó a declarar desde muy temprano una lucha sin cuartel a todas las fuerzas que a través de la Historia han tratado de librar a la humanidad de ambos flagelos. Este breve relato pretende brindar un homenaje póstumo a quienes osaron anteponer los intereses del progreso humano a los de la Iglesia, pagando a menudo por ello un precio muy alto, según veremos.

Desde el origen de los tiempos, el hombre buscó su progreso en lo material y en lo espiritual, sin que entre ambos anhelos existiera contradicción alguna, por cuanto en las sociedades antiguas los campos de acción se mantuvieron separados.

Las religiones clásicas de los griegos y de los romanos les proporcionaban información sobre los dioses y sobre como volverlos propicios a sus ciudades o imperios. En una fase posterior, en los últimos siglos anteriores a “nuestra era”, las religiones de ambas culturas se resumían en un mensaje de salvación del alma inmortal a través de la recta conducta y de la experimentación de la unión mística con la divinidad, mediante la participación en los llamados “misterios” (de Isis, de Osiris, de Adonis, de Atis, de Cibeles etc).

En ningún caso se trató de deducir de estas creencias y prácticas religiosas conocimientos o creencias sobre la composición de la materia, la forma de la tierra, el funcionamiento del universo, la anatomía del cuerpo humano o los métodos para curar las enfermedades. En estos y otros ámbitos del saber mundano los científicos y filósofos pudieron reflexionar, investigar, descubrir y aportar nuevos conocimientos, sin que las autoridades religiosas les persiguieran por ello. También pudieron expresar con libertad, a través del teatro, la escultura, la pintura o la arquitectura sus gustos estéticos y su forma de percibir y amar la naturaleza.
Antes de nuestra era, el mundo griego y el helenismo habían alcanzado un nivel de conocimiento científico, médico y cultural que la humanidad no volvería a poseer hasta quince siglos después. El llamado mundo antiguo llegó a tener ideas correctas sobre el universo, sobre nuestro planeta y sobre el hombre.

Los pitagóricos, desde el siglo V antes de nuestra era, Ecfanto e Hicetas de Siracusa, Eratóstenes de Cirene, Aristóteles, Estrabón y Aristarco de Samos, entre muchos otros, sabían que la tierra giraba en torno al sol y que su forma era esférica. Este último argumentaba el modelo heliocéntrico, por cuanto la tierra, por tener menor masa que el sol, debía girar en torno a él y no lo contrario. Arquímedes de Siracusa construyó un planetario, con el sol en el centro, movido por agua. Hiparco de Nicea descubrió la precesión de los equinoccios.

Eratóstenes midió la longitud de la circunferencia terrestre y elaboró un completo mapa de la Tierra. Su gran conocimiento del planeta le permitió considerar la posibilidad de llegar a la India partiendo de España. Posidonio de Apamea dividió el globo en cinco zonas y descubrió las regiones más propensas a terremotos.

Hidrófilo de Calcedonia descubrió el sistema nervioso y la anatomía del cerebro, practicó por primera vez disecciones sistemáticas en el cuerpo humano y descubrió la función de las arterias. Erasístrato de Iúlide también practicó disecciones e investigó la circulación de la sangre.

Los conocimientos adquiridos en física y mecánica permitieron a Arquímedes, Ctesibio, Bitón, Filón de Bizancio y Herón de Alejandría inventar catapultas por aire comprimido, relojes de agua, órganos hidráulicos, turbinas de vapor, taxímetros o niveles de agua portátiles.
Las ciudades del mundo helenista se construyeron sobre el modelo diseñado por Hipodamo de Mileto, que las disponía sobre un plano octogonal en cuadrículas adaptadas a las necesidades funcionales. Las zonas residenciales se estructuraban en torno a pórticos, ágoras, gimnasios, palestras, estadios, museos, bibliotecas y otros edificios públicos. Sus arquitectos combinaban la estructura arquitrabada griega con los arcos y bóvedas orientales. Ciudades como Pérgamo, construida sobre una cota de 335 metros de altura, en tres zonas comunicadas por escalinatas y terrazas adaptadas al entorno, maravillaban a sus visitantes. Teatros como el de Éfeso tenían cabida para 24.500 espectadores. El faro de Alejandría se levantaba majestuoso sobre 134 metros de altura, estructurado, gracias a los conocimientos de geometría que legara el gran Euclides, en tres secciones de volumetría decreciente: una base cuadrangular, un cuerpo octogonal y una estructura circular superior.

Las principales ciudades poseyeron jardines botánicos y zoológicos con fines científicos, en los que, entre cosas, se estudiaban los procesos reproductivos de las distintas especies.
La pintura helenística destacó por su dominio de la perspectiva, la diversidad de temas abordados (mitología, historia, paisajes, retratos, bodegones) y el uso de distintos matices cromáticos.

La escultura cantó como ningún otro arte los sentimientos de los hombres y la magnificencia de los dioses.
Los filósofos de la Grecia clásica y grecorromana pudieron especular también libremente sobre la razón de ser del hombre y sobre su lugar en el cosmos, sobre su relación con los dioses y sobre el destino de su alma.

Obtuvieron todo este legado de conocimientos y técnicas gracias a la aplicación de una idea muy sencilla: toda verdad es relativa y susceptible de mejora o adaptación, ninguna verdad es absoluta ni eterna. Cada vez que surgía una nueva teoría, con capacidad para explicar mejor los fenómenos naturales, no tenían problemas para adoptarla. Nunca esperaron que los libros religiosos les explicaran los fenómenos de la naturaleza, al fin y al cabo los dioses ya les habían ayudado mucho otorgándoles la razón para investigarlos y entenderlos.

La libertad de pensamiento fue la base del progreso de los conocimientos. La tolerancia hacia las ideas contrarias fue la mejor medicina para evitar empecinarse en el error. Por eso, en las escuelas de filosofía, se enseñaba a disertar exponiendo y defendiendo las ideas de los opositores.

El legado de ciencias y técnicas que el mundo grecorromano transmitió a la humanidad fue sin duda cuantioso. Durante los diez siglos siguientes al fin del Imperio romano (473) la humanidad conoció, sin embargo, un retroceso increíble en todos los ámbitos culturales y científicos ¿Cómo podía la humanidad creer, todavía diez siglos después del fin del mundo grecorromano, que la tierra era un disco plano rodeado por los mares, que era el centro del universo, que el sol giraba en torno a ella, que las enfermedades eran castigo de Dios por los pecados del enfermo, cómo podía ignorar todo de la dinámica de los cuerpos y de las leyes de la física, cómo se había perdido en el arte el sentido de la perspectiva y la capacidad para expresar los sentimientos humanos o la belleza de la naturaleza, cómo podía creer que los cocodrilos nacen del fango de los ríos, como podía vivir en ciudades construidas sin planificación alguna? ¿Qué había generado este enorme retroceso? La respuesta no es difícil de encontrar: la Iglesia triunfante había suprimido la base sobre la que se construyó la civilización helenista y después grecorromana, la libertad de pensamiento había sido suprimida de manera radical.

Desde su origen la Iglesia católica despreció la ciencia y la sabiduría que el mundo calificado como pagano había aportado a la humanidad. Como dijo san Pablo, “La sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios”.

Los primeros padres de la Iglesia establecieron una total contradicción entre los antiguos conocimientos y la nueva visión del mundo que ofrecía la nueva religión. Ignacio, obispo de Antioquia, repudió todo contacto con la literatura pagana a la que calificó como “ignorancia” y “necedad” y a sus representantes como “más bien abogados de la muerte que de la verdad”. Para el obispo Teófilo de Antioquia (“A Autolico”) toda la filosofía y el arte, la mitología y la historiografía de los griegos son despreciables, contradictorios e inmorales, siendo preferibles, según él, los varones carentes de ciencia, pastores y gente inculta que protagonizan el Antiguo Testamento. Minucio Félix (“Octavius”) calificó a Sócrates como “el ático loco” y descalificó a toda la filosofía como locura supersticiosa enemiga de la verdadera religión.

Los primeros modelos de virtudes cristianas fueron los ascetas egipcios, quienes como el primero de ellos, san Antonio, solían ser analfabetos. Antonio nació en Roma de una familia acomodada y se negó a aprender a leer y escribir, por motivos religiosos, puesto que, como justificaría en el siglo XX el jesuita Hertling, “¿para qué toda esa educación mundana, cuando se es cristiano? Lo necesario para la vida se oye en la Iglesia. Con eso hay bastante”.
Para la Iglesia triunfante, sus libros sagrados, el Antiguo y el Nuevo Testamento, eran la verdad revelada, dictada por Dios para satisfacer todas las necesidades de información y de conocimiento de la humanidad. Sus verdades eran absolutas, inmodificables, eternas y comprendían todos los ámbitos del saber. Por eso ni los científicos, ni los filósofos, ni los intelectuales éran ya necesarios y resultaba más conveniente destruirlos ¿Para qué hubieran podido ser útiles, si las escrituras y los dogmas que la Iglesia fue creando suministraban todas las verdades que la sociedad cristiana requería?

Pero veamos cuales eran las nuevas verdades con que la Iglesia, desde su llegada al poder a principios del siglo IV de nuestra era, pretendió erradicar la sabiduría del mundo antiguo.
Para la Iglesia católica Dios había creado el universo, nuestro planeta y todo lo que contiene de una sola vez y en la forma que conservarían hasta el final de los tiempos. El universo que nos rodea y los reinos vegetal y animal no tenían otro propósito que servir al hombre, el centro y objetivo de la creación. El sol debía por tanto girar entorno de la tierra, la sede del rey de la creación. Partiendo de las cronologías de los patriarcas, desde Adán, contenidas en el Génesis, llegaron además a la conclusión que la creación había tenido lugar en fechas bastante recientes, apenas algo más de cuatro mil años antes de Cristo. Por consiguiente, ni los seres vivientes, ni el universo y menos aún la especie humana podían haber experimentado cambios desde que Dios los creó. La obra del creador solo podía ser perfecta e inmutable, al igual que él mismo. El mal, la desgracia, solo podían existir como resultado de la desobediencia del hombre (inducido claro por la hembra).

Como resultado del pecado original, cometido por Adán y Eva, los seres humanos nacen en pecado y solo la fe en Jesús, dios hecho hombre y sacrificado para expiar el pecado heredado de nuestros padres, así como la estricta obediencia de los dogmas y sacramentos instituidos por la Iglesia, pueden salvarnos del tormento eterno. Fuera de la Iglesia no existe posibilidad de salvación. Sólo la Iglesia católica es depositaria del gran “misterio” de la encarnación: Dios (el hijo) se había encarnado en Dios (el hombre) para aplacar la ira de Dios (el padre).

Las enfermedades eran una prueba o un castigo de Dios o bien el resultado de la acción de los demonios, por lo que no se debía acudir a médicos para curarlas, sino a la oración, al exorcismo o a la acción milagrosa de las reliquias de los santos, que san Ambrosio popularizó desde principios del siglo V. La Iglesia y no la ciencia ofrecía también la única posibilidad de curación. San Gregorio nacianceno afirmaba que la medicina era inútil, proponiendo en cambio la imposición de las manos de un sacerdote consagrado, a diferencia de san Agustín quien recomendaba la imposición de los evangelios. Los huesos de santa Rosalía, conservados en Palermo, obraron también incontables curaciones, sumamente meritorias considerando que, según se descubrió más tarde, provenían de una cabra y no de la santa.

El reverso de la curación del cuerpo y de la salvación del alma, que la Iglesia ofrecía, era la condenación al fuego eterno, un concepto novedoso, alejado del hades griego o del sheol hebreo, donde las sombras de los muertos llevaban una vida aburrida, cierto, pero carente de sufrimiento. Los teólogos de la Iglesia invirtieron grandes esfuerzos por describir los tormentos del infierno y lo desagradable que era sufrirlos eternamente. San Agustín creó al efecto una ley matemática: la intensidad del calor se rige por la gravedad de los pecados. Curiosamente escribieron mucho menos sobre los goces del paraíso.

Para reforzar el miedo al infierno, san Agustín refinó estas creencias con el concepto de elección y predestinación, según el cual además de la fe y de la obediencia a la Iglesia se requiere, para obtener la salvación, una gracia especial que Dios en su bondad infinita solo otorga a unos pocos elegidos. ¿Que tan pocos? San Agustín los estimó en 153 (152 descontándolo a él), interpretando alegóricamente la pesca milagrosa relatada en el evangelio de Juan. Más tarde, otros sabios teólogos ampliaron generosamente esta cifra a uno de cada mil o diez mil creyentes.

Estas “verdades” aterraron a la humanidad y la sometieron al poder de la Iglesia. Existía, sin embargo, una barrera para su adopción. Toda la sabiduría del mundo grecorromano probaba que se trataba de verdaderos despropósitos. Por eso la cultura y sus representantes debían primero desaparecer. La Iglesia se abocó a esta tarea desde que obtuvo el poder para hacerlo.

La mayoría de los historiadores han explicado el declive de la edad media por la caída del Imperio romano y su reemplazo por los reinos bárbaros. Ello es completamente falso. El declive había empezado mucho antes, como resultado de la destrucción de la cultura que la Iglesia inició casi ciento cincuenta años antes del fin del Imperio.

Construir una cultura, como la que el mundo grecorromano alcanzó, exige siglos de esfuerzos de filósofos y científicos enamorados de la verdad y del progreso. Destruirla solo requiere quemar los libros y las bibliotecas, reducir la calidad de la enseñanza y prohibir los espectáculos por los que la cultura se populariza. Esto es lo que la Iglesia llevó a cabo con alegría, con diligencia y sin tardanza, tal y como más de cien años antes de llegar al poder ya Tertuliano de Cartago había anunciado.

“Qué espectáculo para nosotros será la próxima venida del Señor…Qué amplio espectáculo será el que allí se despliegue… ¡Como arderán, además, aquellos sabios filósofos en compañía de sus discípulos a quienes persuadieron de que Dios no se ocupa de nada, a quienes enseñaron que no tenemos alma o que esta ya no retornará en absoluto al cuerpo o en todo caso no a su cuerpo anterior! ¡Qué será ver también a los poetas comparecer y temblar, contra toda previsión, ante el tribunal de Cristo y no ante el de Radamantis o Minos! Y los actores trágicos merecerán entonces que les prestemos atentamente oídos, a saber, para escuchar los lamentos por un infortunio que será el suyo propio. Será digno de contemplar a los comediantes aún más debilitados y reblandecidos por el fuego…Contemplar estas cosas así y regodearse en ellas es algo que ni pretores, ni cónsules ni cuestores, ni tampoco los sacerdotes de la idolatría te podrán brindar…Y no obstante, todas estas cosas las tenemos presentes en nuestro espíritu y, en cierta medida, nosotros las contemplamos ya gracias a la fe”.



Posteado x Cometa Azul

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